ISSN: 1130-3743 - e-ISSN: 2386-5660
DOI: https://doi.org/10.14201/teri.31256

LOS AFUERAS ILUSORIOS DE LA EDUCACIÓN LIBERTARIA

The Illusory ‘Outsides’ of Libertarian Education

Ani PÉREZ RUEDA
Investigadora independiente. España.
aniperezrueda@gmail.com
http://orcid.org/0000-0002-4620-7117

Fecha de recepción: 13/01/2023
Fecha de aceptación: 31/05/2023
Fecha de publicación en línea: 01/01/2024

Cómo citar este artículo: Pérez Rueda, A. (2024). Los afueras ilusorios de la educación libertaria. Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 36(1), 53-71. https://doi.org/10.14201/teri.31256

RESUMEN

La defensa de la bondad innata del ser humano es uno de los pilares del pensamiento anarquista, de ahí que buena parte del movimiento libertario haya dedicado su actividad política al intento de desertar de la sociedad capitalista con el objetivo de restaurar la tendencia originaria al bien. En este artículo se exponen el desarrollo de este argumento a lo largo de la historia y sus implicaciones educativas y se critican tanto las premisas erróneas de dicha postura -la existencia de dos afueras de la sociedad donde residirían las potencias revolucionarias- como las vías por las que otros anarquistas han tratado de superar, sin éxito, el esencialismo de sus compañeros. Al mismo tiempo que se demuestra la falsedad de estos afueras, se desarrollan las preocupantes implicaciones políticas de dar por cierta la ilusión de la deserción: dado que esta no es posible, cualquier intento de vivir como si lo fuera se convierte en práctica acrítica que solo puede reproducir las relaciones sociales capitalistas y que conduce, en última instancia, a la naturalización de la sociedad de clases. Finalmente, se dedica el último apartado a formular algunas claves para organizar la práctica militante en un sentido revolucionario: en primer lugar, la necesidad de partir de una concepción materialista de la esencia humana, que no la comprende como una serie de potencias previas a la sociedad y, por lo tanto, asociales y transhistóricas, sino como el conjunto de nuestras relaciones sociales en un momento histórico específico y, en segundo lugar, la sustitución de la deserción por una lucha en y contra las formas sociales capitalistas.

Palabras clave: pedagogía libertaria; educación libertaria; naturaleza humana; anarquismo; marxismo.

ABSTRACT

The assertion of the inherent goodness of human beings has been one of the cornerstones of Anarchist thought. Thus, many strands of anarchism have directed their political activity towards the goal of deserting from capitalist society in order to reinstate this primal tendency to the Good. This article exposes the variations of this argument throughout history, along with its educational implications, whilst critizicing both their erroneous premises -the existence of two ‘outsides’ lying beyond society where emancipatory potencies are said to reside- and the means through which some anarchists have unsuccessfully tried to overcome the essentialism of their comrades. In demonstrating the falsity of those ‘outsides’ the worrying political implications of taking the illusions of the possibility of desertion at face value will be unfolded. Given its impossibility, any attempts at affirming its actuality leads to an uncritical form of praxis which cannot but reproduce the capitalist social relations. In the last instance, the latter unwillingly naturalizes the class society it manifestly opposes. Finally, the last section will expose several theses on how to organize our practice in a revolutionary direction. First, the need to depart from a materialist conception of the human essence, which, rather than portraying it as a set of potencies prior to society, and thus asocial and transhistorical, it understands it as the ensemble of social relations at a given stage. Second, emancipatory possibilities being harboured by the latter, i.e., capitalist social forms, rather than inscribed in an abstract ‘human nature’, it follows that a struggle consciously directed in and against those forms should substitute calls for ‘desertion’.

Keywords: anarchist pedagogy; libertarian education; human nature; anarchism; marxism.

1. DESERTAR DE LA SOCIEDAD Y VOLVER A LA NATURALEZA

Uno de los presupuestos centrales de buena parte del pensamiento anarquista es que existe una esencia humana bondadosa -a la que unos llaman alma y otros, naturaleza- que precede a las relaciones sociales. La sociedad y sus instituciones serían, en cambio, monolíticamente opresivas, pues no habría en ellas ninguna posibilidad para la emancipación y su existencia sería, de hecho, lo que impide la emergencia de nuevas formas de relación humana esencialmente cooperativas. En otras palabras, desde esta perspectiva, el ser humano nace bueno y es la sociedad la que después lo corrompe o desvía.

Por lo tanto, individuo y sociedad se conciben como dos elementos separados y antagónicos que interactúan de forma externa: por un lado, el individuo abstractamente libre; por otro, la sociedad abstractamente opresiva. Por mucho que la segunda aplastase y subyugara al primero, la esencia de este se mantendría intacta, más o menos constreñida pero siempre latente y lista para desplegarse si la sociedad se hiciera a un lado. De ahí que las propuestas educativas que parten de esta concepción suelan llamar a alguna forma de deserción1 -fundamentalmente, la desescolarización o la creación de escuelas libertarias-, puesto que solo escapar de las instituciones existentes podría permitir que nos descontamináramos de toda influencia social y así pudiéramos restaurar nuestra esencia bondadosa y descubrir nuestro “auténtico ser”2. No se trataría, por lo tanto, de luchar en y contra las formas alienadas de nuestro ser social -entre ellas la escuela capitalista-, sino de abandonarlas y dedicarnos a construir escuelas ideales al margen de las anteriores. Desde esta perspectiva utopista, las potencias revolucionarias se localizan necesariamente en un afuera de la sociedad.

1.1. Recorrido histórico

Esta concepción de la relación entre individuo y sociedad atraviesa buena parte del pensamiento moderno occidental desde Rousseau, que afirmó la existencia de una naturaleza humana pervertida por la civilización, una esencia que sería “auténtica” y bondadosa y que constituiría el punto desde el que criticar el carácter corrompido y corruptor de la sociedad (1762/1990). Sin embargo, lejos de agotarse en Rousseau, la apuesta por desertar de la sociedad bebe de referentes dispares: socialistas utópicos, anarquistas y una amalgama de antiautoritarios y autogestionarios cuyas aportaciones adquirieron especial relevancia después de mayo del 68.

En cuanto al movimiento anarquista clásico, tanto individualistas como socialistas entendieron la opresión como un conjunto de relaciones de dominación directa que se superponen al individuo de forma externa, de manera que este sería, bajo toda esa dominación, abstractamente libre. Esta noción aparece claramente en el pensamiento de Max Stirner, el anarcoindividualista por excelencia, para quien el ser humano sería preso de ideas inculcadas en gran parte por medio de una educación configurada para imponer una segunda naturaleza que sofoque a la genuina, es decir, para que el alumnado se niegue a sí mismo e interiorice la figura represiva del maestro (Cuevas Noa, 2014; Sarno, 2016). La propuesta de Stirner, para quien el individuo es prisionero de sus ideas equivocadas - de las “ruedas dentro de su cabeza”-, es claramente idealista, ya que las ideas son postuladas como el motor de la historia, aquello que permitiría o impediría nuestra libertad. A esto se le suma un segundo error: dado que Stirner concibe la sociedad solo como una fuente externa de opresión, de la que todo individuo debería tratar de deshacerse, su noción de individuo es la de un Yo abstracto (que él llama “el Único” o “el Egoísta”) cuya libertad residiría en haberse despojado de todas sus determinaciones sociales (Stirner, 1844/2004). Su individuo es, por tanto, una abstracción vacía.

Si bien la defensa stirneriana del egoísmo fue rechazada por anarquistas socialistas como Kropotkin o Bakunin, estos no escaparon a la separación entre individuo y sociedad y a la afirmación, explícita o implícita, de la existencia de un afuera no mediado socialmente. Examinémoslos uno por uno. La postura de Kropotkin es la que encierra un esencialismo más evidente. En El apoyo mutuo (1902/2020) revisa la teoría de la evolución de Darwin para acabar afirmando que “los animales que adquirieron las costumbres de ayuda mutua resultan, sin duda alguna, los más aptos” para la supervivencia (p. 71). De ahí pasa a concebir la solidaridad como un factor de la evolución, parte de la naturaleza humana previa a las relaciones sociales, que la sociedad solo podría condicionar de forma externa y a posteriori: “[la sociedad] se ha creado sobre la conciencia -aunque sea instintiva- de la solidaridad humana y de la dependencia recíproca de los hombres” (p. 53) [la cursiva es mía]. Por ello, Kropotkin entiende la educación autoritaria como un condicionamiento social externo que sofoca esa naturaleza cooperativa3, lo que le lleva a defender una educación basada en la confianza en la espontaneidad -que para él sería abstractamente libre- de manera que dicha esencia no sea corrompida por influencias externas.

Bakunin, por su parte, rechaza tanto el egoísmo stirneriano como el naturalismo de Rousseau y afirma que el individuo jamás puede escapar de la sociedad. Sin embargo, a pesar de ello no acaba por superar la separación entre individuo y sociedad, ya que presenta al individuo como esencialmente libre pero determinado fatídicamente y de forma externa por una sociedad inescapable4. Es decir, si en su postura parece no haber un afuera, es solo porque concibe la sociedad como una máquina que habría aplastado al individuo por completo. Por mucho que Bakunin se hubiera rebelado contra esto, su concepción del individuo se revela como esencialista y ahistórica. Para entender esto, veamos un ejemplo reciente: en un artículo cuyo paradójico objetivo es defender a Bakunin de las acusaciones de haber sostenido una concepción esencialista del sujeto, Morris afirma que para este: “El Estado simplemente negaría a los humanos su libertad tanto como lo hacen las relaciones laborales bajo el capitalismo, y por lo tanto su humanidad” (2014, p. 12). La identificación entre humanidad y libertad es, en suma, el centro del argumento. En otras palabras, Morris aspira a negar que Bakunin habría defendido la existencia de una esencia humana libre y ahistórica… afirmando que, de hecho, para Bakunin existe una esencia humana libre y ahistórica, que el Capital y el Estado se limitarían a negar externamente. El mismo Bakunin cae en sus escritos en contradicciones similares: poco después de criticar la idea abstracta de humanidad, pasa a afirmar que “el triunfo de la humanidad […] es el fin y el sentido principal de la historia” (Bakunin, 1882/2006, p. 46).

Empujar esta falsa premisa hasta sus últimas consecuencias debería llevarle a afirmar, como a algunos de sus camaradas, que las potencias revolucionarias no residirían en las formas sociales, sino en una libertad constitutiva de lo humano. No obstante, se resiste a reconocerlo, ya que eso requeriría aceptar la posibilidad de escapar de la sociedad. Por lo tanto, no le queda más remedio que afirmar que el “poder de la sociedad puede ser bienhechor, como puede ser también malhechor” (p. 92), borrando el carácter contradictorio de las formas sociales al limitarse a separar lo bueno de lo malo. Así, su proyecto político consiste en construir una sociedad “bienhechora” en la que la libertad esencial de los individuos pudiera afirmarse plenamente.

Esto último representa bien la postura de los anarquistas que en la primera mitad del siglo XX se dedicaron a la cuestión educativa. Si bien este periodo estuvo marcado por la polémica entre los defensores de la neutralidad pedagógica -de quienes Mella fue el principal exponente- y los partidarios de una educación abiertamente libertaria -con Ferrer i Guàrdia a la cabeza-, tanto unos como otros reprodujeron el argumentario esencialista e idealista. Esto es especialmente evidente en el caso de los primeros, para quienes la nueva educación debía orientarse a la preservación del alma o la naturaleza infantil. Así lo expresó Puig Elías, el famoso anarcosindicalista y presidente del CENU durante la Revolución Española:

Yo decía: si cada uno de nosotros está convencido de la bondad y superioridad de sus ideales, entonces no tenemos necesidad de deformar el alma del niño moldeándola a nuestro gusto y según nuestro criterio particular. […] Solamente los hombres que están convencidos de la falsedad de sus ideales necesitan deformar el alma del niño cuando todavía es tierno, porque temen que el desarrollo natural de la misma alma llevará al niño a descubrir todas las falsedades en que ellos se debaten. (citado en Ruano Bellido, 2013, p. 158).

Ferrer i Guàrdia, por su parte, no habló de la existencia de ningún alma, pero sí de la necesidad de seguir a la naturaleza -“preciso es dejar a los niños la ocasión de desplegar la naturaleza, y la tarea de los padres y de los educadores consiste en no impedir su desarrollo (1910/2013, p. 74)-, por lo que su propuesta no fue capaz de superar todo esencialismo y romanticismo. Asimismo, discrepamos con Palacios (1984) cuando, después de reconocer las coincidencias entre Ferrer y la Escuela Nueva -de carácter reformista- en lo que a la crítica de la educación tradicional y a la propuesta práctica se refiere, describe al primero como revolucionario por el papel social que atribuye a la escuela y la educación. Poco importa si los fines que se declaran son la salvación de las almas, el bienestar de la infancia o el fin del modo de producción capitalista: el carácter revolucionario de una determinada propuesta no puede quedar reducido a una cuestión meramente nominal o a una declaración de intenciones que no venga seguida de una práctica coherente. De hecho, ni siquiera puede darse por supuesta la intención, como atestiguan estas palabras pronunciadas en 1921 por un profesor anarquista seguidor de Ferrer: “No queremos cambiar el mundo. Solo procuramos salvar nuestras almas… Y si no hemos conseguido la tierra prometida, al menos hemos ido a parar a uno de sus atajos, y esto ya es algo” (Avrich, 1980/2006).

Para terminar este recorrido, cabe dedicar unas líneas a la pedagogía libertaria desarrollada a partir de la segunda mitad del siglo XX. Dado el creciente interés por el antiautoritarismo y la autogestión tras mayo del 68, fueron muchos los pensadores que, sin adscribirse al movimiento libertario, desarrollaron críticas que fueron asumidas por este como propias. En el ámbito educativo, los anarquistas han reivindicado, por ejemplo, las teorías de la desescolarización de Illich y la educación libre de inspiración reichiana de Neill. Ambos reproducen, como veremos ahora, alguna forma de esencialismo.

En La sociedad desescolarizada (1971/2006) Illich realiza una crítica a la sociedad capitalista que le lleva a rechazar toda forma de escolarización y a proponer “una suerte de sociedad precapitalista basada en la austeridad y en un incierto retorno rousseauniano a la naturaleza” (Tort Bardolet, 2001, p. 293). Una vez más, su consiguiente defensa de la educación autodirigida se apoya en la confianza en la bondad de la naturaleza humana, tal y como expone Snyders (1978b) en su certera crítica de la propuesta illichiana:

Se nos dice que la originalidad personal está allí, en el interior del individuo (¿no es acaso lo mismo lo mismo que el alma?), pronta a desplegarse, ya que hasta ahora habría estado bloqueada por las instituciones establecidas. Illich lleva al paroxismo la oposición entre individuo y sociedad, poniendo a un lado lo social, el conjunto de las instituciones desde la medicina hasta la construcción de los grandes inmuebles, el experto con sus conocimientos, y al otro, el individuo reducido a una especie de artesanado, la participación entusiasta en los pequeños grupos y la convicción de su originalidad. (p. 224)

Neill fundó en 1921 la que es hoy la escuela libre más antigua en funcionamiento, Summerhill, lo que le ha convertido en un referente especialmente reconocido. Al igual que los demás antiautoritarios, Neill organizó su escuela de acuerdo al principio de la bondad innata del ser humano -“En mi opinión el niño es innatamente sano y realista” (1975b, p. 20)-, del que se derivaba la necesidad de dejar hacer a la infancia, sin imposiciones ni sugestiones de ningún tipo por parte de los adultos. Se parte así de una separación entre el niño y la sociedad: el primero está cargado solo de instintos y deseos buenos y cualquier problema será siempre consecuencia de la sociedad y de sus instituciones corruptoras (Fontán Jubero, 1978). Neill está tan convencido de esta postura que no tiene reparos a la hora de manifestar el absurdo implícito en su idealización de la infancia: “El fascismo empezó y empieza en la guardería con la primera interferencia en la naturaleza del niño” (1975a, p. 12).

1.2. Crítica política

Esperamos que este recorrido haya servido para exponer diferentes formas que toma la defensa de la bondad innata y para mostrar cómo aceptar esa idea nos obliga a afirmar la separación de individuo y sociedad, a entender que la segunda condiciona de forma externa al primero y a apostar por la deserción a un supuesto afuera de las relaciones sociales capitalistas como única opción coherente.

Recapitulemos un poco para exponer las consecuencias políticas de esta postura: quien afirma que es posible desertar de la sociedad, que es hoy la sociedad capitalista, asume que existe un espacio ajeno al poder del Capital en el que podríamos construir islas de libertad. La forma de superar el capitalismo sería, por tanto, que cada vez hubiera más islas de libertad, hasta que básicamente todo el mundo hubiera desertado y el capitalismo se derrumbara porque ya no queda nadie dentro. Hay quien, en un intento de presentar el argumento de una forma más sofisticada, afirma que la creación de esos espacios liberados permite que aquellos que ya han desertado reúnan las fuerzas y puedan organizarse para atacar al “sistema” desde fuera, de forma más bien espontánea. Sin embargo, poco importa si piensan que el capitalismo caerá por sí solo o a empujones: cuando el punto de partida es la deserción, lo que esa práctica militante presupone es que la revolución pasa por “dejar de hacer capitalismo” (Holloway, 2010, p. 254) y construir espacios que constituirían un afuera no mediado socialmente.

El primer error de esa postura es que, para su desgracia o su suerte en el caso de quienes viven de propagar fantasías de este tipo, el afuera que presuponen no existe. La ilusión de que han conseguido desertar porque han construido una escuela libre para refugiarse de la sociedad solo sirve para cegarse ante la realidad de su dependencia con respecto al Capital y, por lo tanto, les impide poner los medios necesarios para luchar por una libertad verdadera. Su libertad ilusoria habría sido conquistada ya y al instante, en el mismo momento en el que se abandona la educación convencional. Así lo expresa el siguiente fragmento de una reseña bastante elogiosa de uno de los libros de Neill: “Neill no chilla en contra del sistema opresivo, lo liquida de un modo inmediato mediante la contestación radical de su educación no represiva y espera con el tiempo una propagación de su revolución espiritual” (Seuillères, 1971, citado en Saraceno, 1977, p. 72; la cursiva es mía). Lo que esto evidencia es que esta ilusión de libertad es solo una negación abstracta de las relaciones sociales capitalistas, que se reduce a un estar en contra de la sociedad capitalista y tratar de darle la espalda, lo que obviamente no impide que la opresión se siga reproduciendo. Se trata, por lo tanto, de una falsa alternativa, un radicalismo vacío y políticamente impotente que renuncia a partir de la realidad concreta, de las formas sociales reales, y convierte la emancipación en un modelo ideal y abstracto que imponer sobre la realidad.

El problema es que la realidad se niega a plegarse a los modelos ideales, por lo que tarde o temprano surgen problemas que revelan que la comunidad que se creía “fuera del sistema” no parece estarlo. Ante esto, la explicación más plausible será que lo que está fuera -el resto de la sociedad, que es monolíticamente opresiva-, se les ha colado por alguna grieta y les está condicionando, lo que conducirá a la búsqueda de nuevas formas de impedir la injerencia de “elementos externos”. Dado que no existe ese afuera que presuponen, tampoco tiene sentido tal separación entre lo interno y lo externo. La consecuencia de no observar este error es que solo pueden aspirar a crear pequeñas comunidades pretendidamente libres que representarían el ejemplo de lo que debe ser y que están condenadas a cerrarse en sí mismas para sobrevivir. La “propagación de su revolución espiritual” que espera el lector de Neill pertenece, en suma, al catálogo de fantasías irrealizables que la historia del pensamiento utópico ha dejado tras de sí.

2. DEJAR HACER A LA ESPONTANEIDAD

Otro de los rasgos más representativos de la educación libertaria es su carácter espontaneísta, que guarda estrecha relación con la confianza en la posibilidad de desertar del capitalismo: si afirmáramos que una escuela libertaria se encuentra ya “fuera del sistema” -y que es así como se conquista nuestra libertad-, tendríamos que asumir que toda nuestra actividad espontánea dentro de ella sería ya práctica libre. Cualquier interferencia en dicha actividad puede ser interpretada como externa o contaminante, de ahí que el anarquismo haya insistido en el rechazo de toda forma de adoctrinamiento. No obstante, este argumento ha tomado formas distintas a lo largo de la historia.

2.1. Recorrido histórico

A finales del siglo XIX y principios del XX los anarquistas desarrollaron su práctica pedagógica en un contexto marcado por el positivismo científico. La confianza que Ferrer depositaba en la ciencia positiva como liberadora de la humanidad era tal que decidió describir su enseñanza como racional y científica (De Cambra Bassols, 1981). De hecho, atribuía la diferencia de clases a la ignorancia, a los prejuicios o al error -lo que le descubre como un idealista- y veía en la ciencia positiva la antítesis de todo dogma, una oportunidad para liberarnos “de esas telas de araña que obstaculizan el progreso” (Lerena, 1983, p. 364). Concebida como libre de determinaciones sociales -de las mediaciones de una sociedad de clases- la enseñanza científica podía presentarse como el instrumento capaz de restaurar nuestra naturaleza bondadosa sacando de nuestra cabeza los dogmas que impedían nuestra libertad. Además, dado que entendían que las leyes de la solidaridad y el apoyo mutuo estaban inscritas en la naturaleza, muchos de ellos defendieron que la enseñanza de valores anarquistas -considerados como leyes naturales y verdades objetivas- no era una práctica dogmática.

Otros, en cambio, afirmaron que esto último había llevado a la Escuela Moderna a sucumbir ante una nueva forma de dogmatismo (Cappelletti, 2010). Si bien coincidían con los racionalistas en que el apoyo mutuo formaba parte de la naturaleza humana, y a pesar de que Ferrer defendió explícitamente el espontaneísmo5, muchos no veían legítimo formar al alumnado en la ideología anarquista y defendieron que bastaría con limitarse a permitir el desarrollo natural y espontáneo del niño sin interferir en él6. Así lo expresó el cenetista Joan Puig Elías: “Nosotros éramos la excepción de la regla, porque si los católicos querían hacer católicos y los socialistas, socialistas, los anarquistas no quieren hacer anarquistas, lo que nos proponemos es hacer hombres” (citado en Ruano Bellido, 2013, p. 12). Sin embargo, estas afirmaciones solo cobran sentido en el seno del contexto positivista al que nos hemos referido, que llevó a numerosos anarquistas a postular la superioridad objetiva de su doctrina. Una vez se acepta esto último junto con la fe en la bondad innata del ser humano, todo intento de influir o dirigir se revela como dogmático y, desde una perspectiva anarquista, superfluo. En suma, la defensa de la neutralidad pedagógica que podemos encontrar en Mella y Puig Elías se sostiene sobre la premisa de que un niño al que le fueran mostradas todas las opciones en un contexto de libertad elegiría inevitablemente las ideas anarquistas7.

Sin embargo, la crisis del positivismo hace inevitable la obsolescencia de estos planteamientos. En líneas generales, el movimiento libertario ha abrazado con entusiasmo las conclusiones de autores como Thomas Kuhn o Paul Feyerabend, en cuya obra la concepción positivista de la ciencia es sometida a un ataque frontal y sistemático, así como las denuncias del vínculo entre ciencia y poder de autores como Foucault. Esto implica, en última instancia, que todo conocimiento pasa a ser concebido como una construcción social que depende del instrumento por medio del que se conozca y del paradigma bajo el que se trabaje. Una vez que se ha aceptado esto, la visión positivista de la objetividad y del progreso científico desaparece, lo que ha desembocado a menudo en un abierto relativismo. Cabe señalar, no obstante, que de la necesaria demolición del positivismo no se sigue obligatoriamente una postura relativista, aunque exponer de forma desarrollada este punto excede las posibilidades de este artículo.

Como resultado, el profesorado anarquista no puede apelar ya a parámetros objetivos para orientar su práctica y legitimar su intervención pedagógica: no solo su naturaleza ha sido ya corrompida por la sociedad, como persona adulta que es, sino que su mirada está sesgada y el conocimiento que podría transmitir no se entiende ya como verdad objetiva. Por lo tanto, el principio de dejar hacer a la espontaneidad se traduce en que el profesorado se retire e incluso renuncie a desempeñar una función docente para, en lugar de ello, realizar un acompañamiento no directivo. La influencia aquí de autores como Illich y Neill es evidente. Para el primero, la intervención del profesorado se opone inevitablemente a la verdadera naturaleza del niño y a su deseo auténtico e independiente (Illich, 1971/2006; Snyders, 1978b). Neill, por su parte, defendió la necesidad de liberar al niño de cualquier tipo de sugestión por parte de los adultos y de entregarle a sí mismo para que, por medio de la autorregulación, se desarrolle hasta donde sea capaz y en la dirección que desee (Neill, 1975a).

2.2. Crítica política

Por lo tanto, la nueva educación, convertida en acompañamiento, consistiría en dejar salir las potencialidades predefinidas desde el nacimiento. Así, la acompañante no directiva considera no estar añadiendo nada a la obra de la naturaleza: “cree limitarse a despejar de obstáculos el desenvolvimiento natural de los atributos de lo que, en uno u otro lenguaje, vendría a ser el alma del alumno” (Lerena, 1989, p. 31). Toda actividad debe partir de la propia iniciativa del niño, de sus intereses, inclinaciones, aptitudes y talentos. Esto no quiere decir, por supuesto, que muchos anarquistas no se preocuparan por la diferencia de aptitudes que observaban entre unos niños y otros. Sin embargo, en sus propuestas para resolver esta desigualdad seguían presuponiendo implícita o explícitamente el carácter no mediado de las inclinaciones naturales del ser humano: o bien proponían aceptar estas diferencias y cambiar solo nuestra percepción sobre ellas, pasando a considerar todas las aptitudes del mismo valor8, o bien defendían que esas diferencias naturales podían ser compensadas por medio de una nueva educación9. En definitiva, lo primero pretende acabar con la desigualdad borrándola abstractamente; lo segundo acepta su carácter natural a condición de que se nos permita intentar algunas mejoras. Sobra decir que ninguna de estas dos posibilidades es revolucionaria.

La única forma de superar los errores del espontaneísmo es someter a crítica sus presupuestos, para lo que recurriremos a las aportaciones de militantes e intelectuales comunistas como Georges Snyders, Carlos Lerena o Antonio Gramsci. En primer lugar, los no directivistas aceptan la existencia de aptitudes individuales que formarían parte de nuestra esencia no mediada y que se desplegarían en el contexto propicio. La respuesta de Snyders, que fue muy crítico con Neill por su defensa de la no directividad (Snyders, 1978a), es que “no hay nada más discriminatorio que las ‘inclinaciones naturales’ porque nada tienen de naturales, sino que reflejan la posición del individuo en la sociedad y al mismo tiempo tienden a mantenerlo en esta posición” (Snyders, 1978b, pp. 249-250). En una línea similar, Gramsci describió el espontaneísmo como el peor de los determinismos (Manacorda, 1977).

En segundo lugar, afirmar que el educador no directivo únicamente extrae lo que ya estaba en potencia y registra las diferencias preexistentes conduce a la creencia de que no existen diferencias de clase, solo almas o naturalezas individuales diferentes (Lerena, 1989). Como apunta Snyders (1978a) con ironía, “la lucha de clases se detiene en el umbral de la escuela autodirigida” (p. 198) y, en su lugar, las luchas entre generaciones, entre el adulto y el niño, ocupan todo el análisis, lo que lleva a considerar a todo el alumnado como esencialmente igual y unido por los mismos intereses. De este modo, concebirse como islas de libertad se convierte en una vía para cegarse al modo en que la dominación puede reproducirse en el espacio bajo la apariencia de libertad. Además, en la medida en que se asume que lo natural no debe ser modificado, lo que intuitivamente parecía una postura emancipadora se acaba revelando como la aceptación más fatalista del mundo tal y como lo conocemos. Como apunta Snyders, “de un lado de la escala social brotan las vocaciones de ingeniero, de otra, las vocaciones de costurera. Y no observar este reparto es un excelente medio de hacerlo pasar como ‘natural’ y definitivo” (1978a, p. 50).

En tercer lugar, la teoría de que existen intereses y dones innatos sirve para ocultar los privilegios o las dificultades relacionados con los medios sociales de procedencia (Palacios, 1984): el éxito se explica como un reflejo de cualidades personales individuales y el fracaso, como una falta de dotes o talentos naturales. Al hacerlo, se “individualiza el éxito de los menos -éxito que, esencialmente, tenían asegurado ya de partida, debido a la lógica de funcionamiento de la estructura de clases- e individualiza el fracaso de los más, responsabilizándolos y culpabilizándolos” (Lerena, 1983, p. 569). Como expone Snyders, en ningún caso se trata de descubrir el fundamento de esos intereses y talentos, puesto que sería la Naturaleza, doble apenas laicizado de la Providencia, quien visitaría a unos y no a otros al repartir las dotes10. La burguesía y su escuela impondrían así “una visión del mundo en la que habría como una ‘diferencia de esencia entre dos naturalezas’ y que desde luego autorizaría una sociedad en la que dos clases poseen situaciones, ventajas, modos de vida tan diferentes” (1978b, p. 176). No tendría ya sentido, por lo tanto, que el alumnado proletario se rebelase, pues su condición sería natural. Para los espontaneístas, ningún alumno puede ser incentivado a superar los límites de su deseo (Snyders, 1978a). Es así como la afirmación de que existe un alma o una naturaleza no mediada constituye un medio para naturalizar la sociedad de clases.

En cuarto lugar, la postura espontaneísta, que como propuesta romántica se caracteriza por el culto al yo y el rechazo de la razón, entiende que los educadores deben abstenerse de cualquier intento de transmitir verdades para “preservar la obra que puede realizar por sí misma la naturaleza” (Puig Rovira, 2001, p. 153). De ahí que el aprendizaje ideal sea lo que se conoce como aprendizaje vivencial, que es aquel que parte del deseo espontáneo -que consideran no mediado- de aprender de cada individuo y que está vinculado a su experiencia en primera persona. Es decir, no importa el significado histórico de las luchas sociales, sino solo la propia vivencia de cada uno, puesto que cada uno tiene su propia verdad particular (Cornaton, 1977), lo que en última instancia quiere decir que no existe nada cierto, que no hay nada que enseñar y que lo importante es que cada uno elija su propio camino: el punto al que se llegue siempre está bien. No es necesario establecer si una posición está mejor justificada que otra, puesto que todas las opiniones se consideran equivalentes. Así, el alumnado está siendo suavemente empujado a encerrarse en el círculo de ideas que ya le eran conocidas, empujado al relativismo, al conformismo y a la aceptación del mundo tal y como lo conocemos (Pérez Rueda, 2022; Snyders, 1978a). Como explica Snyders (1978b) en su análisis de Neill, Summerhill conduce a su alumnado a posiciones conservadoras al considerar el deseo de este como perfecto, natural y definitivo.

En quinto y último lugar, conservar la ilusión de libertad sobre la que se sostiene el espontaneísmo exige mantener fuera de la isla todo aquello que podría alterar la aparente armonía y desvelar el sinsentido. Por eso, por mucho que algunas escuelas libertarias declaren su pretensión de abrirse al resto del mundo, si quieren mantener su funcionamiento, el aislamiento es imprescindible. No obstante, esto puede tomar diversas formas, como ahora veremos. Por un lado, tenemos aquellos intentos de preservar el alma del alumnado ocultándole lo que ocurre más allá de las paredes de la escuela (Ponce, 2005), que no solo son tentativas inútiles sino que conducen a la resignación: todo aquello que debería ser abolido se pone simplemente entre paréntesis. Es por esto por lo que Kozol compara las escuelas libres, a las que describe como “aisladas y elitistas para los hijos de blancos y ricos”, con “un arenero para los hijos de los guardias de las SS en Auschwitz” (1972, p. 11). Por otro lado, el aislamiento puede favorecerse bloqueando el acceso a aquellos niños con los que el espontaneísmo parece no funcionar. Un ejemplo claro de esto son aquellas escuelas libres en las que existe una edad límite, inferior a la edad máxima de su alumnado, a partir de la cual no se permite el acceso a alumnado nuevo que provenga de escuelas convencionales, puesto que se entiende que la sociedad ha podido corromper ya su naturaleza. Esta medida ha existido también en escuelas explícitamente anarquistas como La Ruche, en la que se entendía que a partir de los diez años los niños ya han adquirido una forma de enfocar las cosas y ciertas costumbres y “en su cerebro y en su corazón, la familia, la escuela, el barrio, la calle han depositado una suma más o menos considerable de ideas y sentimientos”, por lo que es tarde para lograr cambios (Faure, 2013, p. 88). Otra muestra de estas barreras la constituye la cuota, generalmente alta, que muy pocas familias se pueden permitir. Así, Summerhill es una isla pedagógica para los hijos de las clases medias, en concreto de profesionales liberales, profesores universitarios y la pequeña burguesía, a quienes la no directividad no parece perjudicar tanto. Si bien sus padres suelen describir su elección como un acto político de enorme importancia, Saraceno (1977) expone los límites de este tipo de experimento en su estudio sobre las escuelas antiautoritarias alemanas e italianas: en cuanto esos hijos de intelectuales progresistas salen de su isla, tienen conflictos con los vecinos que no toleran tanto ruido, con los parientes menos convencidos de su modelo educativo y, sobre todo, con los niños de sus barrios, que en el caso expuesto por Saraceno eran en su mayoría migrantes que jamás podrían participar en una experiencia de ese tipo. Así, gracias a un proceso de selección que discrimina al proletariado se crea la ilusión de que se ha puesto fin a todo conflicto de clase. Mientras tanto, este se sigue reproduciendo espontáneamente dentro y fuera de la escuela.

3. CONCLUSIONES: HACIA UNA CRÍTICA MATERIALISTA DE LA DESERCIÓN

A lo largo del artículo hemos expuesto cómo la llamada anarquista a la deserción presupone no solo la existencia de un afuera de la sociedad capitalista formado por aquellos lugares a los que podríamos escapar, sino también la posibilidad de un afuera en el individuo, que sería su alma o naturaleza abstractamente libre. Para muchos de los que han negado la existencia de estos afueras y, por lo tanto, la viabilidad de desertar, esto nos dejaría solo dos opciones: o aceptar el mundo tal y como es o conformarnos, en nombre de un supuesto realismo, con algunas mejoras parciales. Sin embargo, no podemos estar más en desacuerdo con esta aseveración, pues en ella se sigue presuponiendo que la vía para transformar la sociedad es la deserción, de ahí que se concluya que de la imposibilidad de esta última se deriva también la imposibilidad de la revolución.

Por eso, un segundo objetivo de este artículo ha sido explicar por qué aceptar la existencia de los dos afueras antes mencionados conduce en última instancia a la naturalización de la sociedad de clases o, en otras palabras, que tras la apariencia de emancipación lo que nos encontramos es una postura tan impotente como falsa. En definitiva, desertar no solo no es posible, sino tampoco deseable, y ambas afirmaciones deben entenderse conjuntamente: el hecho de que sea imposible convierte cualquier intento de vivir como si lo fuera en práctica acrítica que solo puede reproducir lo que existe, en la mera negación abstracta de la dominación. Es por ello que dedicaremos el último apartado a exponer algunas cuestiones fundamentales para organizar nuestra práctica a partir de la crítica materialista de la deserción que hemos esbozado.

3.1. Concepción materialista de la esencia humana

La postura que hemos criticado presenta individuo y sociedad como dos elementos que se relacionarían de forma externa y dota al primero de una esencia que precedería a las relaciones sociales y sería condicionada a posteriori por estas. Una postura materialista exige, por el contrario, superar toda separación entre el individuo y el conjunto de las relaciones sociales, propia de la ideología burguesa, y comprender que el primero está determinado por lo segundo. Mientras la idea de condicionamiento supone concebir al individuo como una especie de marioneta de la sociedad, cuya agencia sería inevitablemente una ficción (lo que convertiría la deserción en la única vía revolucionaria), hablar de determinaciones sociales implica entender que la sociedad es un producto de la práctica de los individuos y que al mismo tiempo esta práctica se desenvuelve dentro de unas formas sociales determinadas, que contienen una serie de normas sociales objetivas -de principios que regulan la reproducción social- que a menudo no resultan transparentes para la conciencia de quienes las ejecutan. Así, por ejemplo, la transformación de la escuela pública como forma social no puede abstraerse de la existencia de una serie de normas que determinan las posibilidades de la práctica, pero tampoco aceptarlas como inevitables, como estructuras que se superponen a la práctica de los individuos.

Por lo tanto, la postura materialista concibe la práctica revolucionaria como aquella que reconoce la existencia de estas normas, pero se organiza conscientemente para su abolición. No hay, por consiguiente, ninguna externalidad entre práctica y sociedad o entre relaciones sociales y formas sociales: las segundas son el modo de existencia de las primeras y de ahí que su transformación no pueda darse de forma separada. En definitiva, la determinación o mediación social es una relación interna entre elementos que se constituyen mutuamente, no una interacción externa entre dos elementos que existen de forma separada y posteriormente uno de ellos (o ambos) condiciona o manipula al otro, como postula el anarquismo. Es por esto que aquellos anarquistas que han pretendido superar el esencialismo afirmando que la naturaleza humana “está fuertemente condicionada por el entorno social en el que una persona se desenvuelve” (García y Olmeda, 2015, p. 31) han conservado, sin ser conscientes de ello, la misma separación o externalidad entre individuo y sociedad y el mismo esencialismo que quienes lo han defendido explícitamente. Hablar en términos de condicionamiento social implica presuponer una esencia no mediada que sería después contaminada por la sociedad y, con ello, naturalizar aspectos del mundo que se quiere negar.

Este error es común tanto a las experiencias educativas abiertamente espontaneístas, que dan por sentada la posibilidad de desertar, como a aquellas otras que niegan esta posibilidad aludiendo a un condicionamiento social que habría corrompido nuestra naturaleza cooperativa y curiosa y que en coherencia defienden una intervención pedagógica en sentido opuesto. El caso de Paideia, la escuela anarquista con más trayectoria y reconocimiento del Estado español, es especialmente claro en este sentido. En palabras de Josefa Martín Luengo, “Pepita”, la que fuera una de sus fundadoras y coordinadora pedagógica hasta su fallecimiento, “estamos con Kropotkin en la afirmación de que ‘el ser humano es esencialmente sociable y comunitario, […] hay en su propia naturaleza necesidades morales, preponderantes sobre todas las demás necesidades, que lo incitan a la cooperación y no a la lucha’” (1993, p. 20). En una primera etapa, en la que presuponían haber desertado de la sociedad capitalista, esta concepción de la naturaleza humana les llevó a defender la neutralidad pedagógica y la no directividad. Con el tiempo, comprobar que las generaciones de graduados de la escuela reproducían la misma ideología burguesa que querían superar les condujo a la conclusión de que la sociedad había corrompido esa naturaleza “introyectando el pragmatismo y matando la utopía” (1993, p. 9), de ahí que la no directividad debiera sustituirse por lo que llamaron contramanipulación: “Debemos cambiar las mentes y para ello debemos manipularlas en contra de su manipulación” (1993, p. 25).

Así, esta postura es tan errónea como la del espontaneísmo que pretenden superar, pues la aparente solución reproduce la misma premisa errónea sobre la naturaleza humana y su condicionamiento social. Por eso, si queremos hablar de una esencia humana desde una perspectiva materialista, no podemos aludir a una serie de potencias previas a la sociedad y, por lo tanto, asociales y transhistóricas -es decir, a una serie de potencias inherentemente humanas e independientes de las relaciones históricas y sociales en las que se realizan que solo posteriormente podrían desplegarse en la historia (Aguiriano, en prensa-a)- sino al conjunto de nuestras relaciones sociales en un momento histórico específico (Marx, 1845).

Lo que esto significa es, en primer lugar, que nuestra naturaleza no es fija e inmutable y, en segundo, que la vía para la transformación consciente de esta naturaleza es el control racional y colectivo de nuestras relaciones sociales. Intentar huir de ellas con el objetivo de preservar nuestra esencia es un sinsentido y un engaño: lo que llaman respeto a la naturaleza del niño acaba siendo la aceptación de sus determinaciones. Sin embargo, esto no quiere decir, como se propone en Paideia, que la espontaneidad infantil deba ser manipulada desde arriba, lo que colocaría al educador de nuevo en un afuera al eludir la pregunta de quién debería educarle a él (Marx, 1845). Al contrario, el reconocimiento de que nuestra naturaleza humana es producto del desarrollo histórico y de que es nuestra práctica social lo que provoca este desarrollo permite comprender que la transformación de nuestra naturaleza es necesariamente un proceso de construcción o determinación colectiva que no sofoca la espontaneidad sino que permite la emergencia de nuevas formas de esta.

3.2. Lucha en y contra las formas sociales alienadas

Si aceptáramos que bajo la diversidad que ha caracterizado y caracteriza las vidas individuales subyace una naturaleza humana inmutable y universal, la construcción de una nueva sociedad libre pasaría por imaginar la organización social ideal que respondiera a esa naturaleza. A este ejercicio utopista se ha entregado con insistencia el movimiento libertario, especialmente aquellos sectores más abiertamente partidarios de la deserción, que han pretendido así negar abstractamente y de inmediato la sociedad capitalista. Otros, conscientes de la imposibilidad de desertar, han intentado superar el utopismo sustituyéndolo por una práctica política reformista o posibilista y por una intervención pedagógica dogmática o manipuladora. La anarquía se convierte así en un ideal abstracto y maximalista, en un modelo de sociedad utópico, en un fin que defender de forma meramente ideológica porque no se sabría cómo alcanzar, y mientras tanto se desarrolla una práctica que acepta en algún sentido las relaciones sociales capitalistas como si la imposibilidad de desertar nos obligara a ello. Medios y fines quedan así escindidos, lo que solo puede conducir a la reproducción de las mismas relaciones sociales que se aspiraba a superar.

Una postura materialista implica, en cambio, no dar por cierto que las formas sociales capitalistas sean monolíticamente opresivas -de lo contrario, solo nos quedaría la opción de tratar de escapar de ellas o de aceptarlas, resignándonos así a la derrota- y, en lugar de ello, afirmar su carácter contradictorio. Es decir, la escuela capitalista no solo reproduce la dominación del proletariado, sino también las posibilidades de superar esta misma dominación. Así, la comprensión de que no existe un afuera es también la comprensión de que las potencias revolucionarias están necesariamente dentro de la sociedad que se pretende superar, contenidas en las mismas formas sociales que se aspira a abolir. En otras palabras, el fin del modo de producción capitalista no puede alcanzarse ni aceptando sus formas sociales ni tratando de huir de ellas; al contrario, el socialismo se construye luchando conscientemente en y contra ellas para llevar a cabo su abolición. Por lo tanto, la práctica revolucionaria es una lucha en y contra el Capital y el Estado. Al decir en no nos referimos a que la lucha deba darse en todo momento dentro de las instituciones estatales o burguesas -de hecho, una tarea imprescindible es la creación de instituciones revolucionarias-, sino a la inexistencia de un afuera del Capital y del Estado como formas sociales y a la consiguiente imposibilidad de desertar. No obstante, este saberse dentro no significa, en ningún caso, que no podamos actuar contra las formas sociales capitalistas y que debamos aspirar solo a pequeñas reformas que no supondrían un ataque al poder del Capital y conformarnos así con una escuela capitalista reformada, despreciando la experiencia de quienes sufren en ella. De ahí que digamos en y contra: somos parte de un mundo que queremos superar.

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1. Para una crítica marxista de las políticas de la deserción, véase Aguiriano (en prensa-b).

2. Sírvanos de ejemplo un fragmento del artículo titulado “El Roure: una escuela para cuidar el alma infantil”, en el que la cofundadora y coordinadora de una de las escuelas vivas más conocidas del Estado español afirmaba estar preservando en ella aquellas cualidades que forman parte de esa esencia innata: “Creemos que el deseo de aprender es el mayor tesoro de la infancia, y por eso los elementos que posibilitan el aprendizaje autónomo son cuidados aquí: la curiosidad, la inocencia, la fantasía, la experimentación y la investigación, el pensamiento divergente…” (González, 2004, p. 31).

3. A modo de ejemplo, incluimos esta cita tan reveladora: “Tal es la esencia de la psicología humana. Mientras los hombres no se han embriagado con la lucha hasta la locura, no ‘pueden oír’ pedidos de ayuda sin responderles. […] Sin embargo, quizá todos preguntarán: Pero, ‘¿cómo es que pudieron ahogarse recientemente los hombres en el Serpentine, el lago que se halla en medio del Hyde Park, en presencia de una multitud de espectadores y nadie se arrojó en su ayuda?’. O bien: ‘¿cómo pudo ser dejado sin ayuda el niño que cayó al agua en el Regent’s Park, también en presencia de una multitud numerosa de público dominguero, y sólo fue salvado gracias a la presencia de ánimo de una niña jovencita, criada de una casa vecina, que azuzó al perro Terranova de un buzo?’. La respuesta a estas preguntas es simple. El hombre constituye una mezcla no sólo de instintos heredados, sino también de educación” (Kropotkin, 1902/2020, pp. 467-468).

4. En palabras de Bakunin (1882/2006, p. 86): “Considerados desde el punto de vista de su existencia terrestre, es decir, no ficticia, sino real, la masa de los hombres presenta un espectáculo de tal modo degradante, tan melancólicamente pobre de iniciativa, de voluntad y de espíritu, que es preciso estar dotado verdaderamente de una gran capacidad de ilusionarse para encontrar en ellos un alma inmortal y la sombra de un libre arbitrio cualquiera. Se presentan a nosotros como seres absoluta y fatalmente determinados: determinados ante todo por la naturaleza exterior, por la configuración del suelo y por todas las condiciones materiales de su existencia; determinados por las innumerables relaciones políticas, religiosas y sociales, por los hábitos, las costumbres, las leyes, por todo un mundo de prejuicios o de pensamientos elaborados lentamente por los siglos pasados, y que se encuentran al nacer a la vida en sociedad, de la cual ellos no fueron jamás los creadores, sino los productos, primero, y más tarde los instrumentos. Sobre mil hombres apenas se encontrará uno del que se pueda decir, desde un punto de vista no absoluto, sino solamente relativo, que quiere y que piensa por sí mismo”.

5. En sus propias palabras, “el educador verdaderamente digno de ese nombre obtendrá todo de la espontaneidad, porque conocerá los deseos del niño y sabrá secundar su desarrollo únicamente dándole la más amplia satisfacción posible” (1910/2013, p. 76).

6. La siguiente afirmación escrita unas décadas más tarde por el movimiento libertario en el exilio en Francia es un buen ejemplo de cómo se equiparó el dogmatismo a la corrupción del alma: “Cada secta y cada partido ha querido modelar el alma del niño según sus gustos y sus dogmas” (Movimiento Libertario Español. C. N. T. en Francia, 1945, p. 22).

7. En palabras de Tiana Ferrer (1987, p. 114): “Detrás de esta actitud subyace la convicción -expresamente manifestada- de que no es necesario el adoctrinamiento anarquista en la educación: un hombre educado en la libertad se convertirá inmediatamente en su defensor. Según esta idea, el niño educado en escuelas racionalistas será un adulto libertario”.

8. Esta cita de Bakunin es un buen ejemplo de esta postura: “No es, pues, de ninguna manera, ni en la infancia, ni incluso en la adolescencia, donde se pueden determinar las superioridades y las inferioridades relativas de los hombres, ni el grado de sus capacidades, ni sus inclinaciones naturales. Todas estas cosas no se manifiestan y no se determinan más que por el desarrollo de los individuos y, como hay naturalezas precoces y otras muy lentas, aunque en ningún modo inferiores, y con frecuencia incluso superiores, ningún maestro de escuela podrá nunca precisar con anticipación la carrera y la clase de ocupación que los niños elegirán cuando hayan llegado a la edad de la libertad” (1986, p. 27).

9. En ese sentido apunta aquí el militante anarquista Sébastien Faure: “Aquí tenemos dos niños: uno ha recibido de la naturaleza los dones más preciados; inteligencia despierta, memoria pronta y fiel, imaginación ardiente y mesurada, juicio sano. Trabaja poco y tiene éxito. El otro no ha sido lejos de ello tan favorecido por la naturaleza; su comprensión es lenta, su memoria ingrata, su imaginación perezosa, su juicio mal equilibrado. Trabaja mucho y no tiene gran éxito. ¿Qué va a hacer el Educador? ¿Qué va a recompensar con el mejor puesto: la aptitud o el esfuerzo? ¿A quién va a otorgar para ser equitativo, el primer puesto: a la naturaleza o al trabajo?” (1986, p. 101).

10. Así aparece este argumento en los escritos de Neill: “Si se le deja entregado a sí mismo, sin sugestiones de ninguna clase por parte de los adultos, se desarrollará hasta donde es capaz de desarrollarse. Lógicamente, Summerhill es un lugar en el que las personas que tengan capacidad innata y quieran ser sabios, serán sabios; mientras que quienes sólo sirvan para barrer calles, barrerán calles” (1975b, p. 20).